La inteligencia artificial (IA) dejó de ser una fantasía futurista para convertirse en parte del día a día. Desde diagnósticos médicos hasta recomendaciones en redes sociales, su influencia atraviesa casi todos los ámbitos. Sin embargo, pocos espacios la discuten tanto como la educación. Hoy, en una clase universitaria común, los estudiantes usan IA para buscar información, generar borradores y resolver problemas. Los docentes, en cambio, se enfrentan a nuevas preguntas: ¿cómo evaluar? ¿Qué es aprendizaje real? ¿Qué significa pensar por uno mismo en un mundo donde las respuestas automáticas están a un clic?
El debate actual se centra, en muchos casos, en cómo aprovechar la IA para mejorar la enseñanza: corregir más rápido, personalizar contenidos, dar devoluciones inmediatas. Pero hay una pregunta más profunda y urgente: ¿qué tipo de formación necesitan los jóvenes para vivir en una sociedad atravesada por tecnologías que piensan, predicen y deciden?
Dos enfoques chocan en esta discusión. Uno prioriza lo técnico: aprender programación, análisis de datos y hasta cómo hablarle eficazmente a una IA (lo que se conoce como “ingeniería de prompts”). Países como Estados Unidos, Japón y Corea del Sur ya adaptaron sus planes de estudio para incluir estas habilidades desde la escuela primaria. El argumento es claro: formar trabajadores competitivos en una economía digital.
Pero esta lógica tiene un límite. Convertir la educación en un simple entrenamiento laboral puede dejar de lado lo esencial. Un estudio de Oxford Economics revela que las carreras técnicas no garantizan empleabilidad: en EE.UU., los egresados en informática y finanzas —justamente las áreas más actualizadas— sufren hoy un alto desempleo. Incluso, universidades como Stanford o Duke muestran una baja en las inscripciones a sus cursos de ciencias de la computación. La promesa de estabilidad técnica está, al menos en parte, fallando.
Ante esto, crece una visión alternativa que reclama volver a lo humano. El historiador D. Graham Burnett, de Princeton, sostiene que el rol de la educación no debería ser competir con la IA, sino enseñar lo que las máquinas no pueden hacer: hacerse preguntas profundas, enfrentar la ambigüedad, decidir con ética y convivir con la incertidumbre. En su artículo “¿Sobrevivirán las humanidades a la IA?”, propone recuperar interrogantes esenciales: ¿cómo vivir? ¿qué es una vida buena? ¿cómo enfrentamos la muerte? Cuestiones sin respuesta automática, pero necesarias para vivir en plenitud.
La diferencia entre conocimiento y sabiduría es clave. La IA puede procesar millones de datos en segundos, pero no puede reflexionar sobre el sentido de esos datos. En una clase de historia, una IA puede recordar fechas y nombres. Pero solo un docente y un estudiante pueden debatir sobre las decisiones éticas detrás de esos hechos. En literatura, la IA puede resumir un cuento como “El Aleph”, pero no puede capturar las emociones, los dilemas y los misterios que Borges deja entre líneas.
La condición humana, señala Burnett, no está en hacer más rápido las tareas, sino en detenerse a pensar por qué las hacemos. Esa pausa reflexiva, esa búsqueda de sentido, es irremplazable. Por eso, revalorizar las humanidades no implica ignorar la tecnología, sino usarla sin perder el rumbo.
Algunos expertos buscan un punto medio. Joseph Aoun, rector de la Universidad Northeastern, propone el concepto de “humanics”: una educación que combine alfabetización tecnológica, comprensión de datos y habilidades humanas como la empatía y el pensamiento crítico. En su reciente propuesta “Humanics 2.0”, Aoun plantea que la IA no solo debe enseñarse como herramienta económica, sino también como fenómeno cultural, social y ético. Incluso sugiere carreras que unan disciplinas dispares, como informática con teatro, para abordar de forma integral el impacto de estas tecnologías.
Este equilibrio exige cambios profundos: docentes capacitados para integrar tecnología sin abandonar la reflexión, planes de estudio que incluyan ética y creatividad junto a programación, y universidades que no midan su éxito solo en cantidad de inscriptos en carreras técnicas.
El desafío real no es solo cómo usar la IA en la educación, sino cómo educar en un mundo que ya está moldeado por ella. Y ahí, más que en el dato o la velocidad, aparece el verdadero valor de enseñar: formar ciudadanos conscientes, críticos y capaces de decidir con humanidad frente a un futuro que no podemos delegar ni automatizar.
